


Apnea Capitulo III

Te vendo un pato ¿Un qué? Un pato ¿Un pato?
No comprendo ese juego, aún después de tantos años sigo sin entenderlo. Eso no importaba, a veces cuando reía olvidaba que debía portarme bien y con ese juego se reunían sus amigos y ella a decirlo, yo me limitaba a verlos.
El gozo en el infierno es un detalle del que nadie habla, pero es más real de lo que nos dicen en los templos. Ojalá el tiempo en el purgatorio fuese más extenso.
Hubo muchos detalles que me hicieron feliz esos días, cada uno de ellos tuvieron características importantes, aunque creo que enumerarlos me llevaría más tiempo que lo que duraron.
Ella se movía mucho de salón, cuando no estaba en un laboratorio estaba en otro, yo permanecía sentado donde mismo todas las horas que debía asistir a clases y eso le daba la ventaja de saber mi posición exacta siempre.
Un día, como era su placer torturarme con la mirada, se posó en su bata blanca a una distancia de unos cincuenta metros de mí. Desde el arco de la puerta de entrada al laboratorio miraba sin cesar hacía mi salón, no pude concentrarme en nada esa hora. ¿Qué podía hacer? Si el juego de las miradas fue mi especialidad durante tantos años y ella llegó sin saber cómo a destronarme.
Los días avanzaban y cada vez éramos un poco más descarados. Caminábamos tomados de las manos, ella me esperaba a la salida o yo a ella, todos nuestros amigos sabían de nosotros. Éramos un secreto a voces.
Una tarde, a una hora de salir de clases estábamos todos, nuestros amigos, ella y yo frente al bebedero. Desde que llegué la noté extraña pero no de mal manera, sólo un poco más niña, más juguetona, sólo un poco más ella. Salí de la puerta del baño y me dio la espalda, noté que hurgaba en su mochila, mi curiosidad era llamada a verla, pero me limité …
Me dobló, me dejó sin palabras, no pude, fue demasiado para mí, en ese momento me entregué a ella sin límites sin entender la razón, ese fue el ícono de un estandarte de derrota que me sabía a la victoria más grande que he tenido en la vida. Lo irónico fue que yo sabía que iba a perder, que cualquier lógico me diría que corriera, que había entrado a un territorio inestable, que el mercado esa mañana había abierto sus operaciones de las maneras más erráticas. Pero ella pudo más que yo, pudo más que aquel bandido que corría de casa en casa, que visitaba camas y después huía.
Aquel ladrón del barrio, el vago que dormía donde se acomodaba, ese pilluelo que salió desnudo de más de un balcón no sabía qué hacer, estaba frente a alguien que era mucho más de lo que sabía manejar, frente a alguien que era mucho más de lo que conocía, que era mucho más de lo que merecía.
-Es para ti – dijo con la mayor de las ternuras, su frente miraba al suelo, su cuerpo en posición de sumisión, sus brazos se extendían y al final de estos, en sus delicadas manos sostenía un pequeño panqué de zanahoria. Aquí descubrí una de mis mayores debilidades, entre más fuerte es mi oponente mayor es mi fuerza ¿pero a esto? ¿qué hago contra esto? - te lo hice.
-Gracias. Le dije después de que mi cerebro pudo volver a andar con cierta normalidad, recordó cómo se respira y articuló algunas palabras educadas. Yo estaba petrificado.
-Tómalo. Me volvió a decir.
La abracé, fue lo que pude hacer, ni siendo el mayor pilluelo parado en kilómetros a la redonda pude usar alguna frase elocuente.
Obviamente ella se percató de mi titubear, el resto de la hora lo usó para preguntarme si me había gustado, yo no lo podía ni probar, lo veía de tal manera, se convirtió en tal símbolo que no me animaba a probarlo, no podía destruir una obra como aquella.
Al llegar al trabajo, mi mejor amigo mi miraba y se reía.
-Ya te fregaste. Era todo lo que decía.
Esa tarde fue muy lenta, era un miércoles, un mal día de servicio, estuve por aproximadamente una hora sentado sobre mi moto observando los detalles del pequeño panqué.
-Güey, ya cómetelo. Me decían todos mis compañeros.
Yo estaba absorto ¿cómo un pequeño detalle se puede convertir en tal ícono? Recibí un mensaje de ella preguntándome si me había gustado, le tuve que confesar que no me atrevía a probarlo.
-No seas tonto, comételo, te puedo hacer más. Me decía de una manera tan ligera, no comprendía el peso de su acto.
